Me resfrié en Brasil

 

Contrario a lo que se podría creer respecto al país anfitrión del próximo mundial (pentacampeón mundial, además), la actual fiebre brasileña no es de fútbol, como se podría esperar, sino de reclamo y protesta. Las revueltas de lo que se ha empezado a llamar el “Otoño brasileño” sorprendieron a todo el mundo, empezando por los propios políticos brasileños. Sin embargo, la pregunta que poco a poco empezó a cobrar fuerza en Latinoamérica es si los demás países de la región podrían llegar a contagiarse. Pues si bien estas protestas se han ido decantando en un corifeo de reclamos sin ninguna ilación, lo común es justamente esta actitud de queja de los brasileños contra sus autoridades, a las que reclaman desde haber destinados miles de millones de dólares a la construcción y mejoramientos de sus grandes estadios, plata que bien podría ser destinada a los servicios de salud y educación,  hasta el alza de los pasajes (catalizador de este escenario de protestas brasileño).

Ahora bien, valga recordar que no es la primera vez que la protesta se relaciona con un evento deportivo mundial. Diez días antes de las Olimpiadas de México 1968, un grupo de estudiantes reunidos en Plaza de Tlatelolco fue violentamente reprimido por la policía y el ejército. Las protestas se pueden ubicar dentro del contexto febril de las protestas sociales que sacudieron Occidente en 1968, pero la cercanía de la protesta mexicana a la inauguración de las olimpiadas, con la cual el Partido Revolucionario Independiente (el partido que llevaba gobernando el país por casi cuatro décadas) quería mostrar los frutos de tan prolongadas estadía en el gobierno. Si bien las principales quejas de los jóvenes mexicanos eran contra el sistema político (la llamada “dictadura perfecta” del PRI), esta señal de hartazgo se correspondía con un clima internacional alentado por el mayo del 68 francés.

La reciente Primavera Árabe y el movimiento de los indignados, si bien no se corresponden exactamente con los reclamos brasileños, sí están dentro de un amplio contexto internacional de actitud crítica de la ciudadanía hacia su clase política (inclusive contra gobiernos demócratas, como el caso brasileño). Pero, entonces, a partir de aquí debe verse el caso brasileño desde otra mirada: no hacia el reclamo ciudadano respecto a lo limitado del sistema político, sino hacia la desconfianza de la ciudadanía hacia sus políticos elegidos libremente. Los escándalos de corrupción afearon el último tramo del exitoso gobierno de Lula da Silva y, si bien el gobierno de Rouseff prometió luchar contra ello, los nuevos escándalos (muchos de ellos destapados ahora pero venidos de la época de da Silva) junto a las ingentes cantidades que se gastan en acondicionar al país como anfitrión del mundial de fútbol del 2014 se han juntado en un coctel explosivo que ha resultado en lo que ahora vemos en los medios de comunicación.

Y a tu lado me enfermé

Protesta

Pero los escándalos de corrupción coinciden, peligrosamente, con el panorama de otros países latinoamericanos, como el peruano. En nuestro país, los líderes de los principales grupos políticos han estado en la picota por diversas irregularidades: cuentas no declaradas (Toledo), indultos a narcotraficantes por gracias presidenciales (García), para no hablar del otro expresidente en prisión (por violación de derechos humanos y corrupción) o del actual presidente y las –recién ahora desmentidas—intenciones de llevar a su esposa a la presidencia del país. Este debilitamiento del sistema político se ha venido generando desde hace más de una década, ocasionado un crónico descontento de la ciudadanía hacia su clase política.

Sin embargo, teniendo en cuenta que, previendo el cierre de la fabulosa bonanza económica que experimentó el país en la primera década del siglo XXI, los años que le quedan a Humala de gobierno no le serán de cifras exitosas y deberá reformar el estado (tan malgastador como es ahora el peruano) antes que  se enfrente a la época de vacas flacas. Quizá esta sea la principal preocupación de Humala: cuanto se puede soportar la cuerda. La década pasada fue escenario de protestas rurales contra el programa liberal que Lima buscaba expandir sobre el interior del país y que originó un amplio, pero inconexo, escenario de protestas contra el estado. Ahora, la aprobación apurada de la nueva ley de Servicio Civil y la discusión por la nueva Ley Universitaria prometen una atmósfera alborotada en las ciudades los meses que vienen. Hasta ahora, los gobernantes contaban con el apoyo del Consenso de Lima (como lo ha llamado Levistky) para enfrentar las protestas del campo, pero ¿qué puede pasar si la ciudad (a.k.a. Lima) es la que se rebela?

Entonces, que este lucha de funcionarios estatales y universitarios (mayormente citadinos) sea el catalizador que transforme este escenario de protesta de gremiales y estudiantiles a uno más amplio de protestas ciudadanas, hartos de su sistema político corrompido y un estado ineficiente (y que los programa periodísticos dominicales nos los hacen recordar reiterativamente), dependerá mucho de que el gobierno le haga saber a la ciudadanía lo necesario de las reformas y de que el ciudadano a pie sienta que la corrupción de los políticos y la ineficiencia del estado ya no deja ningún espacio para evadirlo o –en todo caso—aprovecharse de ello.

Acerca de

Licenciado en Historia por la PUCP. Especializado en educación indígena a inicios del siglo XX. Participé en proyectos de investigación sobre Conjuntos Habitaciones a mediados del siglo XX. También tengo estudios en gestión pública y manejo de programas estadísticos (STATA). Manejo paleografía del siglo XVI y posterior.

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